Época: demo-soc XVIII
Inicio: Año 1660
Fin: Año 1789

Antecedente:
Población en el siglo XVIII

(C) Antonio Blanco Freijeiro



Comentario

El papel desempeñado por la familia en el entramado social era mucho más relevante que en la actualidad. Acostumbrados como estamos a vivir en una sociedad de individuos, tendemos a olvidar que en el pasado la inserción social del individuo se producía por medio de una serie de estructuras, consideradas naturales, que constituían su horizonte inmediato de convivencia y en torno a las que se tejía, como elemento básico de las relaciones sociales, una red de solidaridades y fidelidades cuya operatividad, aun experimentando ya los primeros síntomas de debilitamiento, se mantenía prácticamente íntegra en la Europa del siglo XVIII. El lugar (la comunidad) de nacimiento y vecindad, la corporación profesional, la parroquia, la cofradía... constituían otras tantas células que obligaban a los individuos afectiva y socialmente de por vida.
Ninguna de ellas, sin embargo, podía ser comparada en importancia a la familia, tanto por la fuerza de los lazos de solidaridad generados, como por su papel en la dinámica social. Así pues, todo lo relacionado con ella era una cuestión de estrategia. Comenzando, lógicamente, por su formación, objeto de un cuidadoso cálculo, tanto mayor cuanto más elevado fuera el status socio-económico, ya que de la adecuada elección del cónyuge de los hijos -tarea habitualmente reservada al padre- dependería el deseado mantenimiento o mejora de aquél. Y el matrimonio era frecuentemente en todos los ámbitos sociales, desde el mundo de la aristocracia hasta el campesinado, un medio de sellar alianzas de la más diversa índole.

La solidaridad inherente a la familia no se limitaba al estrecho ámbito del primer grado de parentesco, aunque fuera precisamente donde se manifestara con mayor intensidad. Las redes de solidaridad familiar eran mucho más amplias, aunque, en la práctica, no excluyeran la existencia de tensiones ni siquiera en el seno del núcleo primario. Baste recordar a este respecto el elevado número de pleitos familiares y las tensiones, a veces, derivaban en violencia y conductas abiertamente criminales- por cuestiones frecuentemente de tipo económico, ya fueran asignaciones de dotes o, sobre todo, repartos de herencias.

La familia se encuadraba en un linaje, es decir, en un grupo de parientes en diverso grado que se sentía descendiente de un tronco común y del que recibía nombre y consideración de antigüedad y honorífica. Era algo impuesto por el nacimiento -irrenunciable, por lo tanto- y valorado especialmente por los nobles, quienes solían perseguir, por vía matrimonial, la convergencia de varios prefiriendo, naturalmente, los de mayor consideración social- en una familia. Ahora bien, si se trasciende el plano de la estima honorífica (todavía muy apreciada), su operatividad en el terreno de las solidaridades no siempre era efectiva, dada la frecuente excesiva ramificación del linaje y los no siempre coincidentes intereses entre sus diversas ramas. Solían ser más operativos grupos más reducidos (por lo que se refiere al parentesco consanguíneo) que el linaje, en los que, sin embargo, también tenían cabida parientes por afinidad y otros sin parentesco- y de carácter flexible, por cuanto podía apartarse de ellos a los miembros considerados perjudiciales o inconvenientes.

Pero las relaciones de asistencia y solidaridad no se limitaban, sin embargo, al plano familiar. El tejido social estaba impregnado de múltiples formas de clientelismo que, teniendo como vértice a un personaje o familia notable, proyectaban sobre personas de todas las capas sociales los lazos de asistencia, protección y ayuda mutua. Y estaban presentes también en el plano político y de gobierno, llegando a ser la forma habitual del ejercicio del poder a cualquier escala. Era una realidad social plenamente admitida. La prolongación de estos grupos por las relaciones de cada uno de sus componentes les proporcionaba una gran amplitud potencial, entretejiendo una red cuyas ramificaciones podían extenderse, en determinados casos, desde los órganos de la Administración central a las instituciones locales, ampliando su penetración social al entremezclarse y superponerse frecuentemente, además, con otro tipo de relaciones -señor/vasallo, amo/criado o laborales, por ejemplo- y con clientelas de inferior escala. Y la pugna por conseguir objetivos comunes podía desatar luchas, tensiones y enfrentamientos más o menos declarados entre señores o, lo que es lo mismo, entre clientelas. Los clanes escoceses, aunque pretendían basarse en relaciones de parentesco, y mantenían el mito de un antepasado común, constituían de hecho una forma de clientelismo cuyos miembros, de diversa condición social, servían al jefe con las armas a cambio de su protección y justicia. Su pervivencia estuvo ligada a la tradicional debilidad del poder real en Escocia y desempeñaron un importante papel político hasta la rebelión jacobita de 1745. Formas tan extremas de solidaridad no eran, por lo demás, frecuentes, pero las clientelas estaban presentes en todos los países. Sin salir de las islas británicas, el dilatado segundo ministerio de Walpole (1721-1742) se asentó en una muy bien organizada estructura clientelar, por medio de la cual pudo controlar, sobre todo, la Cámara de los Lores. También la organización de las grandes casas nobiliarias de todos los países proporciona buenos ejemplos de este tipo de estructuras, con su red de servidores y criados -de los consejeros y secretarios, capellanes y escribanos hasta los más humildes-, ampliándose en el espacio por medio de representantes en los señoríos y administradores de sus posesiones, quienes a su vez establecían otras redes menores que en más de una ocasión fueron claves para el mantenimiento de la paz social y el acallamiento de quejas y protestas socio-políticas.

La protección de los patronos se manifestaba de muy diversas formas, con recomendaciones o intervenciones ante las autoridades políticas o judiciales tratando de flexibilizar la aplicación de la ley-, consiguiendo oficios, cargos o beneficios eclesiásticos, matrimonios ventajosos propiciando, pues, el ascenso social- o, simplemente, tratando con cierta generosidad, especialmente en tiempos de dificultades, a renteros y vasallos. Igualmente, las redes financieras estaban organizadas de una forma abiertamente clientelar, existiendo conexiones entre ellas y la aristocracia. Y, como hemos señalado, también eran omnipresentes en el mundo de la política. La noción de mérito empezaba a abrirse paso muy lentamente. Pero la promoción personal pasaba todavía y lo hará durante mucho tiempo, incluso tras la Revolución Francesa, por la clientela y el billete de recomendación al familiar, deudo, amigo o paisano.